Mucha gente, en todas partes, proclama amar a los animales. Se enternecen con ellos a la vez que se indignan cuando alguien los hace sufrir. Sin embargo, ¿es posible amar a los animales y al mismo tiempo ser parte de un sistema que mata a 80.000 millones de animales terrestres y hasta 2,7 billones de animales marinos cada año?
Vivimos en un mundo en que la mayoría de las personas se define como amantes de los animales. Amamos y valoramos a los animales que tradicionalmente hemos tenido en nuestros hogares, como perros y gatos. Estos son los animales que amamos y protegemos. Claro está, es imposible amar y al mismo tiempo ser violentos con quienes decimos amar. Si un padre golpea a sus hijos, ¿diríamos que ese padre ama a sus hijos? O si alguien maltrata a su pareja, ¿podría decirse que la ama? Obviamente no, porque no se puede amar a alguien si se le inflige sufrimiento y dolor intencionados. Va en contra de los fundamentos mismos del amor. Esto también se aplica a los animales; si alguien golpea y maltrata a un perro, difícilmente lo llamaríamos amante de los perros; si alguien mata a un gato, no le creeríamos si se declara amante de los gatos.
Y, sin embargo, quienes dicen ser amantes de los animales están pagando para que cerdos, vacas, corderos, gallinas, gansos, peces, etc. sean sacrificados a una escala horrorosa: 80 mil millones de animales terrestres y 2,7 billones (millones de millones) de animales marinos, cada año. Dicho de otra forma: si usted ama a otro ser, jamás contribuiría que se inflija dolor, sufrimiento, que se la preñe a la fuerza, que se la mutile, que se le arrebaten los hijos, que se le explote, que se le cercene el cuello, que se le meta en una cámara de gas. Estas son las cosas que otros hacen, en nuestro nombre, a los seres que decimos amar.
Los animales piensan, sienten y quieren vivir
Para amar a los animales, y no solo a las mascotas, es necesario ser vegano, es imprescindible dar ese paso. Porque para amar de verdad a los animales, es necesario mostrarles respeto, compasión, bondad, hacerles sentir dignidad, mostrarles el mismo respeto que disfrutan nuestros perros, gatos y hámsteres. Amar realmente a los animales implica ser vegano, porque ser parte de un sistema que los cría para explotarlos y hacerlos sufrir es precisamente lo opuesto a amarlos.
Para entender mejor estas ideas, consideremos el concepto de especismo. Las mascotas que viven en nuestros hogares tienen nombres propios, reciben mimos y arrumacos, celebramos sus travesuras, jugamos con ellos, procuramos que coman bien y que hagan ejercicio, que corran libremente. Son, en definitiva, un miembro más de la familia. Paralelamente, en las granjas de todo el mundo viven hacinados miles de millones de animales, no tienen nombre propio – a lo más etiquetas engrapadas en sus orejas – y sus cortas vidas son de constante explotación. No juegan ni hacen ejercicio, pudiendo solo caminar interminablemente en círculos en los corrales de hormigón en los que son obligados a pasar sus vidas.
Aparte de su forma física, no hay nada que separe moralmente a un perro o un gato de un cerdo o de una vaca. Entonces, ¿por qué estos dos últimos animales vivirán vidas tan diferentes y serán vistos de forma tan distinta? La explicación está en el especismo.
La palabra especismo, que fue popularizada por Peter Singer en su libro de 1975, Liberación Animal, se refiere a un prejuicio o actitud unilateral a favor de los intereses de los miembros de la propia especie y en contra de los miembros de otras especies, así como a la consideración del valor moral de algunos animales como algo inviable simplemente por su especie.
Un ejemplo de esto es el prejuicio según el cual está bien favorecer el deseo de un humano de comer un sándwich de tocino, por encima del deseo de un cerdo de no ser abatido en una cámara de gas. El especismo habilita una mentalidad de discriminación que a su vez facilita la explotación. Conlleva intrínsecamente la idea de una superioridad humana que justifica los deseos humanos más triviales e innecesarios, haciéndolos moralmente permisibles, como desollar animales para vestir una chaqueta de cuero, empujar a los cerdos a las cámaras de gas para así poder comer ese sándwich de tocino, o separar a los terneros recién nacidos de sus madres para poder poner la leche resultante en nuestro café.
El especismo nos ha permitido crear un mundo en el que se matan billones de animales cada año, con decenas de miles de millones de ellos viviendo vidas abyectas y horribles. Sus cuerpos mutilados, sus sistemas reproductivos abusados y sus bebés robados. Se ignora su individualidad y su deseo de evitar el sufrimiento y, en última instancia, se les quita la vida por la fuerza. No hay una forma “humana” de matar a un ser que quiere seguir viviendo. La violencia es parte intrínseca de sus muertes.
Quienes nos oponemos al especismo reconocemos que los humanos y los no humanos somos distintos en varios aspectos, como la forma física, la inteligencia y la sociabilidad, entre otros. Sin embargo, no son las diferencias las que son relevantes a la hora de decidir si los no humanos tienen importancia moral y derecho a la dignidad, sino las similitudes. Fundamentalmente, hablamos de la sintiencia, es decir, la capacidad de sentir y experimentar subjetivamente nuestras vidas. Si es la sintiencia lo que hace que los animales humanos seamos dignos de consideración moral, del mismo modo es la sintiencia lo que hace que los animales no humanos también sean dignos de consideración moral.
Muchas personas sostienen que hay diferencias discernibles que justifican la explotación de los animales no humanos. Los defensores del especismo suelen decir que “los animales son menos inteligentes, carecen de las capacidades cognitivas de los humanos y no pueden mostrar el mismo nivel de autonomía, responsabilidad o desempeño social”. De esta observación deducen que es aceptable explotarlos. Pero entonces, desde una perspectiva estrictamente lógica, esta argumentación podría utilizarse para justificar dañar a los bebés humanos, precisamente debido a su menor cognición y capacidades. Sin embargo y, faltaría más, ocurre precisamente lo contrario, ya que damos una consideración especial a los bebés debido a su menor cognición y nula autonomía. Especismo es justificar el abuso de los animales por las mismas razones que nos llevan a proteger a nuestros bebés.
Volviendo al tema de las mascotas, nadie queda indiferente ante una situación callejera en que un humano golpea a un perro o un gato. Incluso las leyes suelen castigar tales abusos con diversas reacciones punitivas, dependiendo de su gravedad. Pero lo mismo no ocurre con cerdos, vacas o pollos. Así, la única diferenciación discernible que utilizamos para maltratar a algunos animales es su especie, el cuerpo en el que han nacido.
Al ver imágenes de una vaca siendo degollada, o de un cerdo siendo forzado a entrar en una cámara de gas, muchos se encogerán de hombros y dirán “es solo una vaca, o un cerdo”. Paralelamente, nadie diría a quién acaba de perder a su perro, “es solo un perro”. Especismo puro.
Quienes nos oponemos al especismo sostenemos que no es moralmente justificable discriminar a un animal simplemente por su cuerpo, del mismo modo que no está justificado discriminar a un humano simplemente por el cuerpo en el que ha nacido. Lamentablemente, el especismo está tan arraigado y normalizado en las sociedades, que ni siquiera es percibido como un problema. Muchos humanos ven a los animales no humanos con tanta indiferencia y desconsideración que incluso se ofenden ante el mero planteamiento de que los animales merecen consideración. Creen que reconocer que también merecen derechos básicos es de alguna manera degradante para nuestra propia especie, o una deslealtad.
A mi juicio, dejar de torturar y matar innecesariamente a billones de seres sintientes no es ni siquiera un acto de bondad. Es simplemente una cuestión de justicia elemental.
Es hora de hacer algo. Es hora de ser vegano.
Héctor Pizarro
Sociedad Vegana
Ilustración: Perros felices (c) Canva. Cerdito sufriendo (c) Nettverk for Dyrs Frihet, en artículo Revelan años de abuso y violencia sistemática contra los cerdos en Noruega